Ella pasó siete horas sentada con un lápiz en la mano, le gustaba dibujar rostros mientras bebía vino del mejor.
Siempre era así, todas las noches, todos los amaneceres.
Cuando su mano comenzó a dolerle, se vistió con una de sus faldas más provocativas, se delineó sus ojos sin cuidado, esos ojos con un tono rojizo que te quemaba en llamas el alma, y se guió hacia la calle; un lagrimón salió casi corriendo hacia su boca reseca, no sabía el por qué.
Sus muslos que no se chocaban entre sí, parecía que danzaban al caminar, y ningún hombre nunca dejó de mirarla. Ella desintegró al amor.